“I’m going there to see my father” (“1917”, Sam Mendes, 2019)

Uno debe rendirse ante la perfección.

Uno recuerda a Santos Vega(*) y piensa que no hay con qué darle a “1917”. Así es que, sin hacer referencias que serían pecado a tantos milagros que nos dio el cine del año pasado, vayamos directamente a cometer el sacrilegio de comentar (Dios salve nuestras almas) esta obra maestra que nos regala Sam Mendes (“American Beauty”).

“1917” cuenta la historia de dos soldados ingleses que, durante la Gran Guerra, deben atravesar las líneas enemigas abandonadas para llevar un mensaje: Detengan el ataque, porque es una trampa.

La historia se cuenta en un solo plano secuencia, que ahora algunos llaman “falso”, pero que desde la narración es... bueno, un plano secuencia. Pero como acá con lo técnico solamente nos maravillamos, diremos: La película narra, en un plano secuencia, el viaje de dos soldados que llevan un mensaje. Este camino de unas pocas horas va a transformar a los salvadores en salvados, a los salvados en mártires, a los mártires en asesinos, a los asesinos en héroes, a los héroes en miserables, a los miserables en padres, a los padres en hijos, a los hijos en adultos, a los adultos en madres, a las madres en recuerdos, a los recuerdos en lágrimas, a las lágrimas en sangre, a la sangre en luz, a la luz en cine. Porque hacía falta, porque se podía más, porque siempre se puede un poquito más. Uno no se dio cuenta de la falta que hacía esta película hasta que la vio. Y vimos muchas. Y vimos esa que estás pensando, y esa otra también, pero “1917” es perfecta, y no puede uno más que rendirse y amarla.

De todas las otras podría hablar mucho, la verdad. No las quiero nombrar porque ya las comentaré por aquí algún día. Lo que pasa es que por ejemplo hablar de las luces en esta o aquella escena o del horizonte donde un avión se pierde, es un poco perderla, y no tengo ganas, la verdad. Y eso es “1917”. Cuando se pierde todo, queda eso que queda, que es uno. Que es uno. Que es uno.

Hablemos de otra cosa.

Abrazos.

(*) Post Scriptum: “Santos Vega, el payador”, de Rafael Obligado. Para mi Papá, que recitaba de memoria este poema de Horror.

Oyó Vega embebecido
aquel himno prodigioso,
e, inclinando el rostro hermoso,
 dijo: -«Sé que me has vencido.»
El semblante humedecido 
por nobles gotas de llanto,
volvió a la joven, su encanto,
 y en los ojos de su amada
clavó una larga mirada,
y entonó su postrer canto:

-«Adiós, luz del alma mía,
adiós, flor de mis llanuras,
manantial de las dulzuras
que mi espíritu bebía;
adiós, mi única alegría,
 dulce afán de mi existir;
Santos Vega se va a hundir
en lo inmenso de esos llanos...
¡Lo han vencido! Llegó, hermanos,
el momento de morir!»

Aún sus lágrimas cayeron
en la guitarra, copiosas,
y las cuerdas temblorosas
a cada gota gimieron;
pero súbito cundieron
del gajo ardiente las llamas,
y trocado entre las ramas
en serpiente, Juan Sin Ropa,
arrojó de la alta copa
brillante lluvia de escamas.

Ni aun cenizas en el suelo
de Santos Vega quedaron,
y los años dispersaron
los testigos de aquel duelo;
pero un viejo y noble abuelo
así el cuento terminó:
-«Y si cantando murió
aquél que vivió cantando,
fue, decía suspirando,
¡porque el diablo lo venció!»


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